Mis manos huelen a romero y ruda
Mis manos huelen a romero y ruda y entra la luz de tarde por la ventana. Se filtra por unas cortinas blancas, casi transparentes, golpeando con esa determinación que tiene cuando ya se está despidiendo.
Por la misma ventana se abren las flores del guayacán de Manizales, Lafoensia speciosa. Parecen vulvas expectorantes o seres carnívoros con muchas lenguas y se ven felices, recibiendo el sol en cada una de sus puntas.
A mí no me da el sol; para escribir cerré las cortinas y sólo pega en las hojas desparramadas por el escritorio con ideas que no concluyen pero que he aprendido a querer así. En otro momento del tiempo, que ya ni siquiera sé si se pueda llamar “luego”, se tejerán de repente entre ellas y formarán algo coherente, o al menos serán su propia forma de vida, libre e independiente de mi.
Sí, tal vez a mi no me parezca coherente lo que generen entre sí. No importa. Son como óvulos esperando aún su momento de ser fecundados, y cuando lo sean crecerán cada vez más hasta salir de mi cuerpo y existir totalmente aparte. Así yo piense que los creé y los controlo, se volverán adolescentes y me ridiculizarán, me harán dar tres vueltas sobre mí misma y ya no sabré ni dónde estoy ni quiénes son ellos.
Lo mejor es dejarlos salir por la puerta de la casa cuando sea el momento y que vivan su propia vida. Vida de libros, de películas, de cuadros. Vida de seres separados de mí, como esas flores de guayacán, que a la vez están en mí, como esas flores de guayacán.
Esta mañana me sentía agobiada por el camino que ha tomado uno de mis retoños descarriados, que ya está muy grandecito como para que le ande yo diciendo qué hacer. Estaba igual tratando de amoldarlo, de meterlo en una casilla más aceptable en términos de la sociedad que lo espera allá afuera y de lo que esperan de él como arte, pero nada funcionaba. Rebelde, se salía por las grietas, derritiendo el computador y todo lo sólido que lo rodeaba, hasta que me pareció que me estaba yo ahogando en mis propias aguas.
Entonces fui a la cocina a ver qué podía actuar de salvavidas: chocolate? Té? Almorzar? Muy temprano…
Me miraban el romero y la ruda desde la mesita que da contra la ventana, y como esta estaba abierta, parecían llamarme al moverse con el viento. Fui hacia ellas.
Les toqué sus hojitas. El romero, desde hace unos días, está llenísimo de una resina blanca. No sé por qué. Parece que le hace falta lluvia, de esas torrenciales que están cayendo en la ciudad. Lo tengo en la cocina para que me acompañe y proteja la entrada, como la ruda. Me pareció egoísta de mi parte, tenerlo ahí encerrado cuando tiene terraza para darse un buen baño. Lo llevé a la terraza.
No me había dado cuenta aún, pero estaba más tranquila respecto a mi progenie, ya no pensaba tanto en la necesidad absoluta de su futuro prometedor.
Antes de volver a la cocina, toqué sus hojitas en despedida y me las llevé a la nariz. Me cuesta describir lo que pasó. Cada poro de mi cuerpo se abrió a recibir ese olor que ya no estaba afuera sino adentro mío, como si saliera de mí, recordándome lo que yo era.
De vuelta a la cocina acaricié la ruda: a ti no te llevo a la terraza, que al menos alguno de ustedes dos me proteja la entrada de la casa. Me sentí un poco mal diciéndoselo, porque sé que sus otras dos hermanas, compradas el mismo día, están mucho más frondosas y coquetas afuera. Aún así…
Últimamente, antes de salir, le cojo unas hojitas y las llevo en el bolsillo cuando tengo que hacer cosas difíciles, y me parece que se vuelven más fáciles.
Le acaricié sus hojitas y se me pararon todos los vellos del brazo con su olor: era como si todo lo que estaba necesitando estuviera en esas dos plantas. Traté de racionalizarlo y rápidamente me aburrí de intentarlo. Me llevé las manos de nuevo a la nariz y en todo el camino hacia el escritorio no hacía sino olerlas de nuevo; de tantas veces que las había olido, era la primera vez. No sólo las descubría a ellas, sino a mi.
Ahora que escribo me interrumpo seguido para volver a oler y asegurarme de que sigue ahí. Se va disolviendo. Como todo. Como la ansiedad misma, que a veces parece angustia de lo honda que es, buscando controlar las salidas profesionales de los retoños que acabaron el colegio. Es difícil verlos crecer. Pero parece que el romero y la ruda me ayudan a hacerlo.