La hoya carnosa, el retorno
Escribí este texto antes de mudarme. Justo en ese intersticio en el tiempo que parece una grieta tan profunda como los abismos del alma. En ese limbo de no estar aquí ni estar allá.
Me dolía todo, la tusa por la que seguía pasando (a pesar de decirme varias veces que era imposible, que definitivamente ya no estaba bien y que tocaba superarlo inmediatamente), el apartamento que estaba dejando y donde había aprendido por fin, después de lo que me parecía una eternidad, a quererme. Me dolía también que me estuviera doliendo y me decía que me gustaría hundirme con más facilidad en el río del presente, aceptar lo que viene y lo que se va.
Le daba besos a las paredes de ese apartamento cuando llegaba en las noches.
Le daba besos a las flores llenas de néctar de mi hoya.
Me mudé y me llevé la hoya en el carro, mientras todos los muebles y las plantas menos consentidas se iban en camión. Con cinturón y sentada en el puesto del copiloto, ya no tenía flores pero era un monumento a la belleza, con sus hojas gorditas y saludables. Yo confiaba en que estaría lista para su próxima floración en nuestro nuevo hogar. Esa esperanza: todo estará bien.
No me daba cuenta entonces que esperar que todo estuviera bien era en realidad aferrarme a que todo siguiera igual.
Pero la vida siempre tiene formas de decirnos lo que necesitamos oír, o nosotros de escucharlo.
Dejé la hoya en nuestro nuevo hogar y me fui de viaje tanto tiempo que se fueron desdibujando los contornos de la persona que me había esmerado en construir.
Al volver, se me deshacía entre las manos quién era. Eso que estaba bien antes ya no tenía sentido. Miraba a mi alrededor y era como tener un mareo intenso, de esos que uno se para de repente y la cabeza se queda abajo de lo pesada, el mundo dice seguir ahí pero uno ya no lo entiende y donde había piso, ahora hay vacío.
Otros días era como haber dejado un pie con raíces profundas en el suelo asiático mientras el avión me jalaba sin transplantarme: se me había desgarrado la mitad del cuerpo en el trayecto. Ahora había restos de carne y hueso por todo este apartamento nuevo que no había alcanzado a habitar antes de irme de viaje, y no tenía energía para coger la escoba y el recogedor y tratar de juntar los pedazos de nuevo.
Pero acaso hay que juntarlos?
Dicen por ahí que la valentía radica en no volver a reconstruirnos. En no volver a armar una personalidad llena de retazos y temores. En no volver a tener esperanza, que es la otra cara del miedo. En habitar el mareo.
Mientras una parte profunda y misteriosa de mi iba entendiendo todo esto, la otra pasaba horas - en realidad minutos, pues rápidamente el desespero me impulsaba a hacer algo, cualquier cosa - echada en la cama diciéndome que tenía que pararme y luchando contra ese dolor tan persistente que me atravesaba. De dónde venía el dolor?
Me parecía que era de la hoya.
La había dejado al cuidado de una persona que, al volver, me la mostró con el rostro tristísimo de quien anuncia la muerte de un familiar al peregrino que regresa. No tuve ni que verla mutilada para saberlo. Le quedaban dos ramas de las múltiples que había tenido y cada una de ellas se estaba secando.
Al comienzo no podía voltear a mirarla. La dejé en una zona que me pareció propicia para su recuperación y me hice la indiferente, la fuerte. No quise cuidarla por miedo a que mi ansiedad la enfermara más, y me parece que hice lo mismo conmigo.
La hoya se convirtió en ese lugar interior que buscaba evitar a toda costa, ese espacio que se abría y sangraba y quería mostrarme cosas. Y es que se nos olvida que sanar no es tan bonito sino más bien feo y caótico, como una costra en proceso que parece lava y se va secando entre el pus y la piel muerta, integrando todo eso para, luego, soltar lo que sobra y disolverse en el territorio de la rodilla y dejar que surja la piel de bebé.
La sangre coagulada aparecía en las mañanas como una angustia sorda, de esas que saben a vacío. Me resistía a mirar ahí adentro.
Pero poco a poco esa parte misteriosa de mí se fue haciendo campo entre explicaciones muy racionales sobre por qué estaba aquí el dolor, o más bien por qué no debería estar aquí. Apartó las ramas muertas de mis ideas y mis juicios y se sentó cada mañana a sentir. Solo a sentir. No sabía por qué estaba ahí ese nudo en la garganta, esa dificultad para respirar, pero lo estaba.
Se atrevió, esa parte profunda de mí, a mirar también de reojo a la hoya, primero con timidez, y al verla secándose cada vez más, con la compasión que tanto necesitábamos ambas. Tal vez habías estado más robustica antes, pero te voy a cuidar. Me decía.
Con eso, nos derrumbamos. Todas las partes de mi caímos junto a la hoya agonizante, y lloramos todas las lágrimas del cuerpo a ver si alguna de ellas le devolvía a la planta la magia que había perdido.
La transplantamos. Le pusimos más tierra bajo los pies. La cambiamos de lugar y le echamos agua. Nos paramos sobre las lombrices, la mierda, la putrefacción, y le dimos una buena removida a ese suelo. Le hicimos duelo a sus flores exuberantes y a las que había sacado yo en otras épocas.
Y es que durante el viaje me había sentido árbol centenario, enorme, estable, lleno de ramas que se convertían de nuevo en raíces, con hojas enormes, gordas, saludables, verdísimas, hogar de bichitos, pájaros, ardillas, rebosante de fruta para dar.
Me convencí - de nuevo - de que ahora sí, ya había aprendido. Ya había dejado atrás los despertares pesados, el miedo al silencio en las tardes y la angustia subiendo por la tráquea al escribir. Ya tenía otra relación con mi mente, ya no me llevaba la delantera. Había trascendido.
Ahora no era sino realizar la importación de esa mezcla de especies botánicas que había dado lugar a ese magnífico árbol centenario, devolverla a mi territorio pensando que ni el trayecto, ni las aduanas, ni la burocracia, ni el cambio de clima le harían el menor daño. Era un árbol de brillo perpetuo.
Olvidaba que había confiado, varias veces ya, en esa salvación, en ese punto de giro que nos han metido por las narices en las narrativas comerciales, en ese un antes y un después.
Lo olvidaba, pero volvía a recordar. Que marchitar es inherente a florecer.
A veces la vida me parece una amnesia cíclica que nos lleva, cada vez que recordamos, más hondo y más arriba.
Y entonces me llegó otra de esas cosas que dicen y que son tan poderosas: el dolor hace humilde. Nos recuerda, cuando estamos por allá muy arriba en nuestros cielos inspirados, que todavía hacemos parte del mundo y nos conecta con él. Nos baja a la tierra. Nos vuelve barro de nuevo, abono de nuestros propios renaceres, ahora colectivos.