La aventuras de la hoya - continúan
Siento que ya he hablado tanto de ella, que le quiero poner nombre, pero soy malísima para eso. Doña Hoya. La Carnosa. Doña Carnes. Todos salen al revés. Hay algo de la mente que interfiere en el sentir y no permite que el nombre que germinó en el corazón saque sus ramitas hasta la consciencia. Un muro.
Hace unos días soñé con mi mamá. Esa noche, antes de acostarme, estaba preparándome para un viaje. Seguía muy triste por la muerte lenta de Doña Hoya. La miré y se me atragantaron sus hojas, más delgadas y tiesas que ayer, y sus ramitas, ya de un marrón grisáceo por la sequedad. De nuevo quité la mirada. Como la estuve quitando todos estos meses de mis manos muy rajadas y mis ojos muy pálidos.
Pero claro, si hay algo que rompe el muro es el sueño. Se me bajan las barreras para que los mensajes salvajes se extiendan como maleza y penetren en cada rincón: ojalá los recuerde siempre al despertar.
En el sueño, yo volvía ya del viaje y mi mamá se había encargado de mis plantas en mi ausencia. La Carnosa estaba exuberante. Pero no era la misma que había estado muriendo.
Resulta que, en la maceta de la hoya, tenía hasta hace poco dos seres. Uno que estaba muriendo y otro que estaba naciendo. La que más tenía presencia era la moribunda, pues sus miembros eran largos y elegantes y había sido hermosísima, antaño.
Era la hoya que había comprado hacía varios años cuando estaba por construir mi primer espacio en pareja. La que me había acompañado en la separación y había cimentado mi hogar en soledad, floreciendo cuando yo había empezado a amarme.
El otro ser de la maceta era un esqueje que tomé cuando mi hoya estaba exuberante, para reproducirla. Casi no le ponía atención al pobre brote: estaba debajo de las hojas marchitas de mi adorada y me parecía insignificante.
Digamos, para efectos prácticos, que la moribunda era Doña Hoya y el esqueje La Carnosa.
Mi mamá del sueño había tomado la decisión por mí: había replantado a La Carnosa, desechando a Doña Hoya, y La Carnosa explayaba ahora su vitalidad por toda la casa.
Me desperté y cogí las tijeras de podar. Prendí incienso y puse Bach. Me incliné ante mi maestra, mi Doña compañera. La corté sin pensarlo más. Sus largos brazos muertos cayeron al suelo y pude ver que entre sus venas ya no corría sangre - hacía mucho tiempo. Para qué había estado manteniendo todas esas células muertas en un pedestal?
Cociné esas extremidades resecas en agua hirviendo y se llenó la casa de un olor delicioso, entre amargo y dulzón, un olor como a muerte y nacimiento, como a sangre y tierra. Mezclé esas aguas con las mías propias que por coincidencia (sincronía) estaban fluyendo en ese mismo momento, de un rojo casi negro. Regué con esto a La Carnosa y sentí su fuerza y la mía. Me fijé, por primera vez, en las hermosas hojitas color violeta que estaban naciendo por todo su tallito diminuto. Las honré y lloré por no haberlas visto antes y sobre todo por estarlas viendo.
Me fui a la montaña detrás de mi casa a enterrar lo que fue.
Enterré al que fue. A la que fui. A la que pretendía seguir siendo y me estaba ahogando.
Se fue craquelando el muro y por las grietas se empezó a filtrar el sol. La craquelada duele, no diré lo contrario. Duele que las cosas se rompan y no se sepa qué queda. Ruinas? Vegetación? Nada?
Será mejor lo que viene después?
Me dije que no importa, porque en realidad ya todo está siendo. Y cada día mi Carnosa Carmelita va estirándose hacia el cielo y hundiéndose en la tierra. Más arriba y más hondo. Perséfone, le voy a poner.