No sé si yo sea de una especie diferente.
Él se levanta a las cinco de la mañana y otras veces a las tres y ya está en su computador con los dos mil pendientes dejando de serlo. Cada vez que le llega uno nuevo se ocupa o lo deja en una lista que no se convierte en peso muerto como las mías.
Otro animal? Otra planta? Al fin y al cabo, qué soy, animal o planta? Ambos?
A veces me siento planta. Crezco lento. Voy echando raíces en un lugar que parece seguro y la gente no se da cuenta. Mi tallo crece hacia arriba y se siente fuerte, cada vez más fuerte adentro de mi, hasta que se va convirtiendo en tronco y me parece que es de guayaba, porque va dejando atrás viejas pieles para seguir subiendo. Y bajando, no hay que olvidarlo, porque todo lo que sube baja, y no es que sea en una línea de tiempo: sucede a la vez. Subiendo hacia cielos más abiertos y bajando hacia infiernos más profundos.
Llegué de un viaje a la India a empezar el dos mil veinticinco con tanta emoción que se me estancó en la garganta y no pude sacar nada. Todo se fue arremolinando adentro hasta que estaba viviendo una revolución interior inconmensurable. Me levantaba cada mañana con la angustia cerrándome el pecho, esa angustia sorda que no oye y tampoco habla, no explica de qué va la cosa. Hogar, espacios maravillosos para crear, bosque al lado, vistas, familia, amigas y amigos, proyectos, juventud y ese mentado viaje a la India que me había dejado llena de inspiración. La angustia parecía burlarse de mí, o yo de ella. Qué carajos haces aquí? Como si le preguntara al cielo por qué llueve, pero es que por alguna razón pensamos que no es lo mismo. El cielo puede llover y no es un tema de merecimiento.
No me aparecían las causas de esa angustia y seguía llena de proyectos que se iban desmoronando pero dejaban un sinsabor. Querías hacer todo esto. Qué pasó. Como siempre, vas a abandonar?
De quién era la voz?
Me sentía cada vez más como planta, como cactus, específicamente. Crecía lentísimo, si es que lo hacía. A veces me parecía que me estaba secando, hacía cuánto había olvidado regarme? Mis espinas me alejaban de todos. No puedo ver a nadie. Hasta que se vaya este dolor que no debería estar acá.
Había llegado como melastomatasia. Me veía a mí misma como siempre me había soñado, llena de entusiasmo, inspiración, alegría, brillando a donde fuera. Sentía cómo se me salían los ojos de las cuencas por el amor al mundo, a la vida, al presente. Me desbordaba en flores de un violeta intenso, más grandes que yo, como esos amarraboyos con los que se topa uno en las calles bogotanas. Empezaron a pesar esas flores. Se convirtieron en lastres. Proyectos para cambiar una vida en diez renglones de las notas de mi celular. Estas son tus resoluciones de dos mil veinticinco. Atente a ellas. No hagas como antes, no procrastines. Logra todo lo que te propones. Brilla.
Se fueron marchitando las flores y yo trataba de agarrarlas como agua de mar entre unos dedos ansiosos. Las veía cada vez más terrosas, como alistándose para volver a ser el humus de otras flores venideras. No veía las venideras. Estaba sola en un túnel tan oscuro y mal oliente que me costaba mover los músculos de mi cuerpo. Todo me dolía. La muerte inminente. El sinsentido. Cómo pasé de eso a esto? Me parecía inmerecido, en el fondo. Hice todo bien, me desarrollé, crecí, evolucioné. Quiero hacer cosas por el mundo. Cómo se me están cayendo las flores, antes de poder hacer algo con ellas?
Miraba todos los días por la ventana, como buscando salvación. Todos los proyectos seguían en los renglones de las notas de mi celular, e iban aumentando. Como si mi creadora interna tuviera un humor sádico: se me ocurren mil cosas más que puedes hacer. Seguía anotando con frenesí y diciéndome que llegaría de nuevo la motivación, el entusiasmo.
Pero me estaba mordiendo mi propia cola. Buscando salvarme de la presión de hacer, anotando más cosas por hacer.
Se me olvidaba ser.
Se me olvidaba que la esencia de ese largo viaje había sido justamente eso, pasar de hacer a ser. Que por eso había vuelto con esa floración sin precedentes. Que de ese vacío meditativo habían surgido las ideas poderosas y mágicas que ahora tanto me costaba implementar. Porque había vuelto al viejo ruedo. A despertarme con la angustia de producir, de ser alguien, de ser reconocida, de tener un valor en este mundo. Yo, yo, yo. Puro yo. Olvidando que allá, justamente, ese yo le había bajado al volumen y había dado paso al presente. A la vida que fluye a través de este cuerpo y de esta mente, a cada instante.
Había dado paso a la acción como servicio, en vez de bomba para inflar al ego. Pero ahora volvía y era como si me atrapara una enredadera de autopistas neuronales que había dejado en pausa, como si atravesar el océano las congelara y ahora que había vuelto retomaban con la fuerza de quien fue callado mucho tiempo.
Me iba llenando de listas de nuevo y todos los proyectos humanitarios se teñían de la misma presión de siempre.
Pero al menos las listas me mantenían a flote. En medio de ese mar abierto en el que me encontraba, trataba de aferrarme a ellas para tener la impresión de que algo estaba bajo control. No lo hago ya, pero lo haré. Me voy colgando más piedras al cuello antes de hundirme.
Así que un elogio a la procrastinación es paradójico, pues es la procrastinación misma la que mantiene la lógica del logro. No ahora, pero luego. En todo caso lo voy a lograr. Voy a ser alguien.
Pero toda cuestión tiene en su raíz una paradoja, y ahí es donde llego siempre. Elogio hoy la procrastinación porque me paré y en vez de sentarme al computador como lo harían otras especies de plantas o animales, a concretar y materializar la lista de pendientes, me puse a divagar entre mi hoya carnosa, mi caucho y las semillas Indias que estoy tratando de germinar acá.
Luego cayó un rayo de luz sobre la mesa donde tengo el tarot y no hubo de otra que leerlo. Los rincones de mi casa se iban manifestando como pistas en una búsqueda del tesoro, pero ya no estaba buscando nada. Lo emocionante y vital eran las pistas. Encontrarlas, gozarlas, experimentarlas. Experimentarme a mí a través de ellas.
Mientras lavaba los platos, una vocecita me seguía diciendo que me sentara a escribir ese texto que me iba a cambiar la vida - y la de otros, es una voz con gran humildad! - sobre estar presente, y entonces recordaba que estaba lavando los platos y podía estar presente en esa actividad y seguía procrastinando el texto - pero acaso no había dejado ya, justamente, de procrastinar?
Desde un punto de vista, muchas de las actividades que hice hoy fueron pura y completa procrastinación. Poner a calentar el cacao. Cuando ya estaba, hacer también un poco de té. Echarle agua a las matas. Desaguar las semillas que estaba por poner a germinar. Escribir sobre otra cosa. Algo que surgió de repente. Como esto.
Este elogio a la procrastinación es tal vez también un elogio al caos. Quería que ese fuera un texto diferente, y lo puse en otra pestaña. Pero son lo mismo. He tratado de ordenar mis ideas como lo haría un espécimen del Excel, pero yo soy una planta de otra especie. No se de cuál, y en últimas no me puedo definir ni a mi ni a él en términos tan cerrados - también me gusta el Excel.
De cualquier manera, las categorías se me escapan al tratar de crear un blog. Por eso llevo más de un año procrastinándolo. Cada vez que lo voy a lanzar, me parece que no está suficientemente ordenado. No tiene un sentido. Una temática - o varias, estructuradas.
Me he demorado en sacar mi película - qué significa demorarse? - porque es un ser vivo, esa sí que es una planta muy activa y llena de ramas que le salen por los lados a cada rato, sorprendiéndome y exasperando a quien, en mí, quiere ya deshacerse de ella y poder pasar a otra cosa - o tal vez demostrar que sí, la pude terminar.
Es muy desordenada. Es un caos de imágenes y sonidos y palabras mías y de otros. Trato de poner en un cajón la papelería y en otro todo lo electrónico, pero a veces me parece que las cintas pueden ir al lado de las baterías porque las uso en las mismas circunstancias: como en los rodajes. Y entonces se me desarma todo el índice y me toca volver a empezar. Saco todo de los cajones y puede quedarse un par de días extendido a la intemperie porque aún no es perfecta la manera de concebir su almacenamiento.
Una vez estaba tratando de meter en mi maleta todas las pertenencias que tenía regadas en un cuarto de hospedaje en mitad de la selva. Me iba ese mismo día y los objetos parecían reproducirse como virus o cáncer. Metía uno y aparecían cien. Me senté en la cama y no lloré por miedo a derrumbarme, pero me sentía impotente frente a la proliferación de la materia, estando yo en un estado mental peculiar por los psicodélicos, que es otro tema.
Me acordé de mi abuela. De su caos. De cómo mi película terminó hablando de la entropía que emana de ella y mi negativa a aceptarla. Miré alrededor y podría haber sido un cuarto de ella. Me atravesó como una daga. Tal vez rechazaba en ella lo que rechazaba en mí? Trataba de poner orden en mi película, en mis escritos, en mis listas de pendientes, en mis horarios, para escapar de lo que consideraba como mi propia locura?
Así que hoy, subiendo las escaleras con mi té, se me ocurrió un elogio a la procrastinación y al caos. Tal vez por irreverencia, por el puro deseo de salirme un poco de las normas que me ahogan y de forjar caminos nuevos.
La única manera de crear se me ha revelado estar completamente en el presente, así este sea enrevesado, sucio, turbio, anárquico, doloroso, y parezca imposible.
Tal vez la manera de llegar a sentarme aquí frente a la caída del sol, haya sido despertarme esta mañana prisionera de ese sopor angustioso del deber ser, pasar por un día de aparentes procrastinaciones y recuperar un poco del gozo de la infancia, que siente la llamada de voces misteriosas y responde.
Tal vez haya influido la decisión matutina de sentarme con la espalda recta y los ojos cerrados, esta vez no por cumplir o lograr, sino por sentir. Rendirme a esa bruma contra la que estaba luchando. No por cambiarla, no por ordenarla, solo por sentirla. Porque al final, en ese momento, no había nada más que vivir que eso. No había una yo ideal recién llegada de la India absolutamente luminosa y lista para materializar todos sus proyectos.
La contradicción era esa, me estaba proyectando a mí misma en paz, usando las mismas estrategias que me habían tenido del cuello siempre. Logros, logros y más logros. Orden. Practicidad. Lógica. Jerarquías. Reconocimiento.
Tratando de proyectar una imagen nueva, llena de colores inéditos, con el proyector a blanco y negro que usaba antes.
Imaginándome libre de presiones mientras me presionaba por ser esa imagen.
Así que pasé por todo eso. Lo atravesé, me hundí en ese dolor, en ese miedo a desaparecer, a no ser nadie, o a ser un fracaso, y pensé que me iba a morir, pero también me hundí en ese pensamiento hasta que se disolvió. Me hundí en esa soledad que trataba de escapar de sí misma creando fantasías de amores que esta vez sí eran, o poniendo música a todo volumen para no escucharse. Procrastiné de nuevo mi lista de quehaceres para quedarme ahí plantada y echar raíces hacia lo más profundo de mi dolor, y así dejé de procrastinar el hecho de sentirme, de sentir la vida.
Tal vez, entonces, fue todo eso lo que me trajo a escribir en este atardecer y a comenzar el blog del dos mil veinticinco.
Tienes una manera de escribir increíble, haces de la vulnerabilidad una fuerza genuina. Al leerte se siente el olor de la tierra. Gracias por compartir.